lunes, 19 de noviembre de 2007

CUENTO


LEJOS DE TI, TODO ES SILENCIO



No fue fácil abandonar mi pueblo para irme a la gran ciudad huyendo de la violencia, y después a otro país huyendo de la gran ciudad y sus enormes contradicciones. Necesité cinco años para comprender que la gente calla sus verdades para poder sobrevivir en el mundo de las apariencias y evolucionar en silencio hacia la cima de la propia soledad. La gran ciudad se parece a esos lugares únicos en la geografía del mundo donde los extremos distorsionados se encuentran y se tocan en un pacto de convivencia solidaria entre los que explotan y los que tienen que ser explotados según sugiere el equilibrio global. El amor y el odio son mercancías que se compran y se venden de acuerdo con los intereses personales, económicos o sociales. Las heridas, consecuencia de ese modo de vivir no se cierran nunca, se curan en todo caso, pero se quedan abiertas como testimonio de una sociedad enferma. Contaba yo con diecisiete años entonces y un corazón emprendedor para alcanzar la cima de mis sueños. Elegimos, mi madre, mis hermanos y yo, la última alternativa que me quedaba para evitar ir al monte a luchar una guerra que no era de nosotros. Y una mañana me fui como se aleja el horizonte la primera tarde de la primavera, con prisa, el corazón en ascuas y las manos apretadas. Tan pronto subí al bus que me llevó de vereda en vereda hasta la gran ciudad, supe que ya no regresaría nunca. Atrás se quedaron mis sueños, dejé mi infancia atrapada entre las ramas de los árboles y el olor agreste de los animales que convivían con nosotros en la casa. A medida que el destartalado vehículo tragaba tierra y tronchaba arbustos en su desbocado afán por sacarme del lugar, me fui despidiendo sin que nadie supiera, de los ranchos heridos por el dardo de la pobreza, y de los animales cuyos ojos tristes anuncian la cercanía de su muerte a manos de quienes les proporcionan los alimentos; de los ancianos que me vieron crecer, lánguidos como fantasmas, sin palabras en los labios, ni bríos para la labranza; de las mujeres que trabajan sin remuneración alguna, cargados los lomos de leña y de malos presagios en las miradas; de los niños condenados a la ignorancia infinita y de los ríos y de mis montañas. Antes me había despedido de mi madre con una sola palabra: ¡siempre estarás a mi lado! De mis hermanos y mis amigos, de los perros de la casa, juguetones como el viento que baja de las montaña cada tarde, y de los árboles secos, troncos dementes que solo deslucen en este lugar de muerte. De las lechuzas blancas y las escandalosas aves del corral. Y ... de María en un largo adiós sin promesas y un beso en los labios, el primero y el último. Y de mi padre, en su tumba húmeda o seca, pero fría y desolada que es toda la selva. Ni un solo recuerdo dejé en mi casa. Todos los traje conmigo a la gran ciudad, pegados con llanto en la piel perpleja de la memoria. Aquí pasé un tiempo aprendiendo a negar mis orígenes. Pero al fin, en ello fui un pésimo aprendiz. Conocí a fuerza de equivocarme que la verdad no es una sola sino muchas verdades individuales que construyen la fe de cada persona a punta de convicciones que la mayoría de veces son mentiras. Los libros liberaron mi alma de la oscuridad y de pronto me encontré sumido en una claridad cegadora que no me dejaba ver. Entonces mi vida culminó un ciclo y me marché a otro país a continuar en la búsqueda de mí mismo, alejándome inconscientemente de todo lo que me delataba: mi raza, mi naturaleza, mis costumbres, mis abolengos indígenas. En mi adoptiva patria descubrí no obstante que todas las ciudades son iguales, que todos los hombres somos los mismos en todas partes, que los caminos del mundo van y vienen y son un solo camino para el que quiere llegar al centro de sus ilusiones. Que todo es una rueda loca y la vida es una sola rueda que gira unas veces hacia arriba con dificultad o hacia abajo con imponente celeridad. Que lo importante es no dejar de girar con la rueda y aprender en cada nuevo giro lo que habrá de enseñarse después. Aprendí de la vida que nadie sabe vivir y todo es puro heroísmo. Que tal vez lo que buscamos no lo hallaremos afuera en las cosas materiales. sino dentro de cada cual. En este país de gentes y colores diferentes, de lenguas, costumbres y comidas distintas, las imágenes de mi pueblo regresan de vez en cuando con la fuerza que les impone la medida de mi nostalgia. Echo de menos las manos de mi madre, sus ojos dulces que siempre sabrán cómo mirarme, el patio inmenso que se encerraba en la casa, donde mis hermanos y yo hablábamos con las gallinas y jugábamos con los perros. Donde inventamos la fantasía de ser niños exploradores de sueños cavando túneles a través de los cuales hacíamos pasar nuestros carritos plásticos llevando a cuestas todos nuestros sueños, halados por un hilo de oro que llevábamos atado en el corazón. Donde se refugiaba mi madre a hacer que tejía escapándose por momentos de su rutina diaria para mitigar con llanto la angustia de su propia soledad. Allí se encontraba en secreto con mi padre, muerto por los bandidos que secuestraron el monte y la comida, y las personas y las esperanzas de todos. Todo ese dolor lo echo de menos, y toda esa alegría. También me faltan las estrellas que brillaban sin egoísmo en la mitad de nuestro cielo negro como una pantera de ojos azules. Intermitencias luminosas que nosotros contábamos y a las que poníamos nombres de flores o de mujeres que era como decir lo mismo. Y extraño el cálido saludo de las personas que nos conocían. “¡Hola, niño!” “¡Buen día, señor!”. Aquí por el contrario, nadie saluda ni hay estrellas fulgurantes. Las noches en este país duermen en tinieblas bajo el peso de una contaminación asfixiante. Los árboles agonizan o están muertos de pie en las grandes avenidas y los animales viven en cautiverio en zoológicos que cobran para dejarlos ver. Irse de casa en busca de un refugio es convivir cada día con la angustia de saber que alguien en algún momento arrasará tu casa. Es esperar que el correo te diga una mañana que todas tus ilusiones han muerto en la distancia. Es tener un pie puesto en el estribo de la bestia que te llevará al infierno y el otro pie puesto en la fe de que volverás mañana. Estar lejos es llorar siempre, es añorar a María. Es desear compartir la música con tu silencio....


Cuento Finalista en el Certamen Internacional de Narrativa Breve “Habla de tu Aldea” Barcelona España. Marzo de 2007
Autor: Luis Roberto Hernández Gómez (Docente Facultad de Psicología Universidad Católica de Colombia)
Copyright: Luis Roberto Hernández Gómez

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